Todos nosotros, los padres,
queremos que nuestros hijos lean. Los beneficios de adquirir el hábito de la
lectura son muchos y nos lo mencionan a cada rato desde las campañas del
Estado, los colegios y también desde algunas instituciones privadas: incrementa
la comprensión lectora, estimula el desarrollo cognoscitivo en general por lo
que se mejora también el rendimiento en otras materias y, claro, también
entretiene. Todo eso es innegablemente cierto y está fehacientemente
demostrado.
En mi hogar, mi hija y yo, hemos
identificado otra buena razón para estimular en los niños el amor por la
lectura. Este descubrimiento partió de
una simple observación por demás cotidiana y repetitiva: Lucía, mi hijita, en
el sillón o, más usualmente, tirada en su cama, leyendo, absorta y en trance,
atrapada por la historia que asía entre sus garras, (porque pareciera como si
alguien quisiera quitarle el libro). (Aquí una atingencia: es notoria la
relación que existe entre la lectura y la cama, es como si se disfrutase mejor
la lectura acostado y cómodo entre almohadas, ¿verdad?, por lo que habría que
hacer una campaña para que en las bibliotecas públicas colocaran colchonetas y
mullidos almohadones en vez de mesas y sillas que parecieran haber sido
diseñadas por algún misántropo para la tortura del lector).
Bueno, regresando a lo que nos
interesa, la observación de Lucía en su trance lector me permitió tomar
conciencia del intenso nivel emocional en el que se encontraba, de cuánto se
involucraba con la historia leída a nivel subjetivo y de que era muy probable
que bulleran en ella una infinidad de sentimientos dispares y encontrados. No
pocas veces Lu dio vuelta a la última página de su novela con una emoción que
se le desbordaba, líquida, por los ojos.
Y es que cuando una historia nos atrapa, nos identificamos
necesariamente con uno o más de los personajes del libro, pero no solo con el
personaje, sino también con su entorno, su tragedia personal, sus
disquisiciones morales, sus disyuntivas éticas. A través de algún mecanismo
psicológico vivimos la vida y el derrotero emocional del personaje como si
fuera nuestro, asumimos como propia la experiencia del héroe o de la heroína de
la novela y, de esta manera, nos
enriquecemos.
Hasta donde sabemos los seres
humanos solo tenemos una vida y en ese lapso las circunstancias y situaciones
particulares por las que pasemos nos permitirán saber cómo es que reaccionamos
en cada una de ellas. Uno puede teorizar acerca de las decisiones y acciones que
tomaremos ante ciertas disyuntivas pero solo podremos estar seguros de ellas
cuando realmente nos encontremos, de hecho, en esa determinada circunstancia. Uno podría decir, “si hubiese tenido una
infancia marcada por la desesperanza, con padres que me hicieran la vida
imposible y miserable, ya de adulto habría podido perdonar y llevar una vida
tranquila y en paz con mis pares”. Pero
eso es una teorización sorbe nosotros mismos, una conclusión que nunca podremos
llegar a saber con certeza porque hemos tenido la suerte de haber sido bien
queridos.
Si, la vida es una sola, y las
circunstancias por las que nos lleve nos permitirán conocernos a nosotros
mismos de manera profunda y segura. Algunos tendremos vidas más intensas y las
posibilidades de aprendizaje serán mayores que las que le toquen a otros con
vidas más apacibles y seguras. Porque la única manera de aprender algo de
nosotros mismos que realmente valga la pena depende de qué tanto estemos
involucrados emocionalmente. Las cosas
importantes de la vida son esencialmente antipedagógicas, es decir, no se
pueden transmitir a través del discurso de un experto o de un padre preocupado.
Un niño, un joven o una persona a cualquier edad necesitarán probar la
decepción amorosa para saber cómo actuamos ante ella, y no deberíamos, a través
de un paternal discurso preventivo, tratar de evitarles ese sufrimiento.
Nuestras posibilidades de
aprendizaje están limitadas entonces por la vida que nos ha tocado a bien. Pero
este “recurso escaso”, como podríamos llamarlo, se puede ampliar y hasta
multiplicar cada vez que nos involucramos emocionalmente con una buena lectura,
porque al vivir como propias las experiencias de los personajes que pueblan las
páginas de nuestros más queridos libros, nos acercamos a un conocimiento más
profundo de nosotros mismos. Podemos entonces afirmar que leer también es bueno
porque, entre otras cosas, nos hace mejores personas.
Para dejar de ponernos tan serios
les recomiendo un enlace que encontré en Youtube sobre una linda historia relacionada
con la lectura. Son quince minutos aproximadamente de este corto animado llamado "Los fantásticos libros voladores" que
está realmente muy bueno. Pueden utilizar una laptop o un Ipad o lo que
tuviesen a la mano para verlo con sus hijos en la cama antes de enviarlos a
dormir. La van a pasar bien, se los aseguro.
Me encontré por "accidente" con tu blog. Escribes muy bonito, con la inspiración que inevitablemente nos regalan los hijos.
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