martes, mayo 20, 2008

Un punto más a favor de la literatura.

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Estimados amigos, hace unas semanas atrás una revista local me pidió que les escribiera un artículo en mi condición de padre. Yo ligué esta condición con el fomento de la lectura porque, en mi paternidad, este aspecto es uno de los que más disfruto. Me rechazaron el texto porque me salió un tanto oscuro y, claro, nadie está muy dispuesto a que le cuenten sobre niños pobres o gente en Irak que vende sus riñones para poder comer. De todas maneras aquí les va.

¿Papá, qué hacen esos niños en medio de la pista? ¿Por qué los dejan allí si los puede golpear un carro? Fueron las preguntas que, no sin una natural cuota de angustia me lanzó mi hija, Lucía, que en aquel entonces contaba con apenas 5 años. Y claro, uno que ya bordeaba los 40 y que ha vivido y viajado en este país todos esos lustros, ha incorporado perversamente en su cotidianeidad, como parte del paisaje urbano, todas las apocalípticas escenas imaginables que nos ofrece nuestra madrastra patria. Ustedes me dirán que en el caso de los niños es aún más automática la incorporación de la tragedia nacional en sus imaginarios ya que desde que han abierto los ojos han visto que las esquinas están pobladas tanto de semáforos como de niños descalzos. Pero supongo que en algún momento el contraste de la realidad con el edulcorado y perfecto mundo que nos presenta Barnie es tan fuerte que abre la posibilidad del cuestionamiento.

Uno como padre se enfrenta entonces con varias disyuntivas: primero, entre la necesidad de comunicar un tema ciertamente complejo con muchas aristas que está lleno de conceptos y terminología de difícil digestión con la necesidad de ser claro, simple y directo ya que nuestro interlocutor es un niño de 5 años y; segundo, entre la obligación de dar respuestas y de acompañar el despertar de una conciencia crítica con esas ansias sobreprotectoras que nos detienen la mano cuando estamos a punto de arrancarles la venda de los ojos y mostrarles un mundo ciertamente doloroso. Pero, en definitiva, la necesidad de “pincharles la burbuja”, en algún momento, se vuelve tan imprescindible como complicada.

Entonces el semáforo se pone en verde, pongo primera, y nos damos un respiro emocional, por unas cuadras, hasta la siguiente intersección. Arranco también con mi disertación, que como una analogía del manejo por esta caótica ciudad, está llena de baches, paradas bruscas y sobresaltos. Y claro, temas como la reproducción de la pobreza o la inequidad en la redistribución del ingreso no son aspectos abordables en la conversación por su nivel de complejidad. Todo termina derivando naturalmente en disquisiciones éticas como la solidaridad, la tolerancia y la responsabilidad por el otro, que, es cierto, permiten mayor soltura en la explicación, pero que tampoco son de fácil comunicación. Podrán creerlo o no, pero quien vino en mi ayuda no fue otra que la “literatura”. Hacía solo unas semanas habíamos leído un álbum ilustrado, parte de nuestro ritual diario antes de que Lucía cierre sus ojos y descanse de sus siempre agitados días, que se titula “La Isla”, (la reseña del cuento podrán encontrarla en este blog). Pero para que puedan entenderme prefiero ofrecerles igual una semblanza del cuento y puedan así hacerse una idea del importante recurso del que les estoy hablando.

La historia comienza cuando un naufrago pisa tierra firme y la primera constatación que hace es que los isleños que lo reciben son muy diferentes a él. Su frágil contextura contrasta con el tamaño y corpulencia de sus “anfitriones”. Para los lugareños, la diferencia en la fisonomía del náufrago, así como su sola condición de extranjero, eran suficientes motivos para alimentar ese profundo miedo por lo desconocido que se tradujo casi inmediatamente en hostilidad. Es así que deciden enviarlo a un extremo de la isla, alejado del pueblo, y encerrarlo en un viejo corral de cabras. Luego de unos días, empujado por el hambre, el naufrago decide escapar de su prisión para aventurarse en el pueblo en busca de comida. Su presencia exacerba el miedo y el rechazo en los pobladores. Ahora, por más distanciado que lo mantengan, el miedo ha logrado introducirse en la mente de cada uno de los isleños: “si no terminas la sopa vendrá el naufrago y te llevará”, advertía una madre a su hijo. No pasa mucho tiempo para que la situación se vuelva insostenible y es entonces que deciden regresar al naufrago al mar. Las posibilidades de que se salve eran remotas, pero el futuro de la comunidad isleña no era más esperanzadora que la de éste: elevan una enorme y amenazadora muralla alrededor de la isla y queman la única barca que utilizaban para la pesca, condenándose a vivir encerrados.

Pero si el mensaje del texto es bastante duro no lo es menos la narración gráfica. Las ilustraciones, en blanco y negro, son de una expresividad que no oculta la violencia de la historia, remitiéndonos a la obra pictórica “El Grito”, de Munch, o a los dibujos de la película “The Wall”, de Pink Floyd. Así, el álbum ilustrado en su conjunto, transmite con efectividad conceptos como el de la falta de solidaridad o el miedo que nos deshumaniza, elementos éstos que me fueron de gran utilidad para salir medianamente bien librado de la explicación que me demandaba mi hija.

“¿Lucía, te acuerdas del cuento “La Isla”? Bueno, es más o menos así como funciona: la gente tiene miedo de aquello que amenaza con cambiar su forma de vida y reacciona de mala manera”. Y claro, el concepto esta vez fue entendido a cabalidad. Pero no sólo por que la historia tiene la virtud de explicar un idea compleja sino, y especialmente, porque en esta transmisión se involucran una serie de sentimientos y emociones. Es así como funcionamos, tengamos la edad que tengamos, incorporamos y fijamos como conocimiento aquellas cosas que logran emocionarnos, que nos provocan sentimientos intensos, no importa si son alegres o tristes.

Nosotros, los adultos, que hemos pasado por un sinnúmero de experiencias, buenas y malas, tenemos un acervo de conocimientos muy bien fijados que nos permiten comprender y revalorar constantemente la realidad que nos rodea. Los niños no, ya que por su corta edad aún no cuentan con el recurso de la experiencia vivida. Piensen si no en un niño de 12 años que haya leído “Demian”, de Hermann Hesse, y luego en ese mismo niño pero ya como un joven de 17 años, que se encuentre atribulado y temeroso de zambullirse en el mundo adulto de forma independiente, piensen en cómo serían distintas las lecturas. Y es que nuestras experiencias nos permiten captar la realidad de nuestro mundo de una manera más profunda, más comprensiva y total.

Un buen lector, un lector comprometido que sufra y goce con las vicisitudes de los protagonistas de un cuento o novela, que sepa ponerse en los zapatos tanto del héroe como del verdugo, se apropia de alguna manera de la experiencia vivida de los personajes de ficción, la hace suya y la incorpora en su acervo emocional para utilizarla como recurso para su propio beneficio convirtiéndolo así en un transformador creativo de su propia realidad. Es cierto que las cosas importantes de la vida son completamente antipedagógicas, es decir, que nosotros, los padres, no podemos transmitir a nuestros hijos las lecciones de nuestras propias experiencias como se imparte el conocimiento de las matemáticas. De nada nos servirá decirles que el dolor del primer amor no correspondido pasará más rápido de lo que cree, nada evitará que sufra y que experimente en carne propia lo que le toque vivir, y así es como debe ser. Sin embargo, quien tiene mejores posibilidades de ser escuchada, de enseñar y ofrecer recursos útiles para salir mejor librados, es justamente la literatura.

Regresando al cuento de “La Isla” reconozco que funciona perfectamente como la “aguja” que hace explotar una de esas tantas burbujas protectoras en las que gustamos encerrar a nuestros hijos, pero también es cierto que, tarde o temprano, la realidad espera a la vuelta de la esquina con un enorme garrote, y entonces, que mejor que acompañarlos con amor y paciencia en el reconocimiento de un mundo que es maravilloso pero que también puede ser doloroso. Una difícil y apasionante tarea la de ser padre en la que el cariño funciona como un recurso vital, pero en la que también existen otros aliados de enorme utilidad, aliados como la buena literatura.

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